Pequeña muerte

Ayer tiré sal sobre dos babosas que estaban reproduciéndose: murieron abrazadas y deshidratadas. Creo haberles dado un final poético. La multiplicación de esos moluscos en mi casa me asquea, por eso los elimino uno a uno; el acto reproductivo no agregaba ninguna emotividad que me impidiera darle el mismo destino también al par.

Al principio, cuando veía una babosa la levantaba con papel y la llevaba al patio. Por lo general, la dejaba sobre la tierra de alguna planta. Más tarde, me enteré que de eso se alimentan y que las mordidas que veía en las hojas eran producidas por estos caracoles desalojados y hambrientos. Mi ignorancia me molestó menos que la falta de opciones que tenía para separar nuestros destinos en beneficio mutuo. Un día tiré una al inodoro, pensando que su consistencia básicamente acuosa, le permitiría sobrevivir. Una amiga bióloga me dijo que era muy pelotudo. Sin embargo, me resistía a la vieja fórmula de la sal. Durante una noche de febrero, encontré una babosa en el piso junto a mi cama, otra sobre el lavarropas y, al salir al patio, estuve a punto de pisar dos que deambulaban muy juntas en cámara lenta. No había remedio.

La guerra se tornó personal. Busqué en foros, les dejé cerveza, salí a cazarlas durante la noche con una linterna en una mano y una caja celeste de Dos Anclas en la otra. Llegué a eliminar cinco en una misma batalla. Les tiraba toda la sal posible, para acelerar su agonía y las dejaba deshidratarse. Al día siguiente, levantaba la pasta amarillenta y el cuerpo reducido con una servilleta y las tiraba a la basura. Seguramente empezaron a transmitirse el mensaje porque dejé de verlas dentro de casa. Sólo ocupaban una zona franca del patio, dominio de las más variadas especies.

Cuando vi a la pareja cogiendo entendí que debía actuar rápido: las babosas —según aprendí en los foros— pueden poner hasta 500 huevos. Estratégicamente, era el momento ideal para dar un golpe definitivo. Las rocié con Dos Anclas. Empezaron a achicharrarse, pero no se soltaban. Largaban una viscosidad que inmediatamente se hacía amarilla por el efecto deshidratante. La que estaba montada encima protegía a la otra, haciéndole de escudo. Les tiré del costado y de frente.  Las dejé y volví a ver televisión.

Al día siguiente, la babosa superior había desaparecido; probablemente habría caído entre las rendijas de las maderas del deck. La otra, a la que en principio había augurado alguna esperanza, dejó su cadáver adherido a la pared. El abrazo fue culminación. Pasada la muerte, vacío y adherencia.