Turbulencia

No hay día más difamado y más específico que el domingo. ¿Qué otro tiene esa significación? Los lunes son el rechazo a la vuelta de la rutina; de martes a jueves parece haber una intrascendencia total —se va a terapia, se juega al fútbol, se cena con amigxs prudentes—, hasta que el viernes se celebra el fin de la obligación semanal: “es viernes y tu cuerpo lo sabe”, dicen los memes. El sábado puede haber paseo o resaca; a veces fútbol, en la cancha o en la televisión, siempre suspensión del tiempo, nada tan claro, excepto que haya planes para la noche, una salida o una pizza de ocasión. Así precedido llega el domingo, como extensión y fatalidad. Un epílogo de la libertad, una evaluación de no haber hecho lo necesario, de no haber disfrutado lo suficiente; quizás de haberlo hecho tan intensamente que tan solo su interrupción —hasta el próximo fin de semana— resulta intolerable. Hay ahí, en ese sentimiento dominguero algo aletargado, algo triste y puramente cerebral. “Es domingo y tu mente lo sabe”, diría el meme que hizo nadie, nunca. Desde ahí, drena y corroe.

Durante mi infancia y preadolescencia, domingo fue familia. Visita a los abuelos paternos primero, con medialunas de El Cañón —casi en la esquina de Gaona y Bolivia, frente a El Balón—, y a los maternos más tarde, con café en jarrito y charlas con el tío artista. Todo sobre el mil doscientos de la calle Terrada. La familia hacía que el día fuese, de algún modo, esperable. Nuestra propia mudanza a esa misma y atómica cuadra —que hacía todo encuentro más inmediato y menos premeditado—, crecer y ganar autonomía en el movimiento, abandonar el nido e ir dejando caer la rutina de los días libres; todo un desarraigo lento que vendría a teñir esos días de algo distinto. Buscar el encuentro deseado sobre el acostumbrado. Algo, y todo eso, interrumpieron la misa. Los domingos habían perdido rutina y se habían convertido en posibilidad; en ella, conocí la angustia de la que tantxs me habían hablado. Era novel en ese terreno compartido —en la coincidencia, no en la angustia—. De algún modo, ese último día de la semana (el primero, según los calendarios; pero, ¿quién lo vive así?), era el más fiel de todos. Me sentí hermanado en una reflexión rumiante e inconducente, entre lo que dejó de ser y lo que aún no es. El domingo se hizo aeropuerto.

Hoy, uno de esos días de agosto del primer año pandémico del milenio, tres cuartos de siglo después de que Estados Unidos detonase una abyecta bomba atómica sobre Nagasaki, escucho a Thom Yorke y leo a Alan Pauls. Treinta mil pies, velocidad crucero y presurización completa. Comandantes de un vuelo con destino y hora de arribo totalmente inciertos. Yo, que siento una permanente falta de abstracción, no tengo miedo a volar. ¿Hay, sin embargo, mayor abstracción? Subirse a un avión es ceder todos nuestros derechos, firmar nuestra acta de defunción y ponerla en manos de un comandante que sólo la devolverá en el destino, si es que llegamos vivos. Perdemos todo control y toda posibilidad. Una nube cargada, un pozo de aire, una impericia profesional; cualquier detalle puede terminar nuestro periplo. Y, sin embargo, yo me descalzo, leo un libro, pido vino, escucho música, intimo con lxs azafatxs y lxs pasajerxs con quienes, pasando los últimos baños, al final del pasillo, inventamos un sky bar con canilla libre y lenguas diversas. No hay ninguna decisión personal que incida en el curso de los acontecimientos. Esa esclavitud se parece bastante a la libertad. La disfruto entera y pienso en lxs que, por efecto de la cuarentena, se vieron obligados a suspender la acción automática y se encontraron con tiempo para pensar en sus decisiones, con la angustia por lo que no controlan y una nueva, por lo que sí. La vida como túnel que va angostando sus paredes de piedra y alejando la luz de salida. Un contexto que es mejor volver a ignorar con enojos exteriorizados y retomar la ilusión de que nuestras decisiones nos harán evitar la tragedia.

¿Se contrapone la libertad al disfrute? ¿Hay manera de levitar de placer si no es en un vuelo ajeno, cediendo el control de mando de nuestras decisiones? ¿O las decisiones de cada día son tan inconducentes como las que se toman en pleno vuelo? ¿Cambian de algún modo el curso de nuestro trayecto o sólo atenúan la espera? Estar en reserva, en una pausa pasiva y atenta. Esperar sentados que venga la turbulencia, entregarnos a sus vaivenes y sentir el estómago en la garganta cuando las nalgas se separen de los asientos. Reír y tomar el vino que quede del vaso de plástico, abollándolo. Saludar con la cabeza a la pasajera que nos convidó Baileys en el bar imporovisado, mirar por la ventana y ver la ciudad cada vez más cerca. Sentir el vértigo de la caída en todo el cuerpo. Vivir al fin, sin lunes.