Timbre

Hace tiempo dejé de atender el portero cuando suena un timbre imprevisto. La decisión se afianzó con la pandemia, durante la cual nadie debe visitarme, pero había sido tomada mucho antes. ¿Por qué tendría que atender? ¿Impone el timbre una obligación reactiva? ¿Suprime ese acto de apretar el lugar específico, la voluntad de indisponibilidad del habitante? Hubo un tiempo en el que todo lo que podía anoticiarse era peligroso; toda promesa de novedad era amenazante. Algo de ese sentimiento se adaptó y trascendió aquel momento. Hoy cada llamado o cada visita debe haber sido planificada. Aparte, vivo en la ciudad; no estamos en pleno campo donde el vecino de una distancia razonable pasa a tomar mate a la tarde —qué flagelo, igual, esa imposición—. El puerto está lleno de acreedores morales, vigilantes y parásitos de todas las clases. Sus alrededores, estos cordones de ladrillo amontonado y amorfo que componen el Área Metropolitana de Buenos Aires, también. Quince millones de vidas enjambradas, quizás un poco más. La impersonalidad permanente, la otredad insensible, la máscara masiva; todo eso habita estos ladrillos y sus congestionadas venas de caucho. No atiendo para preservarme. Para inventarme una intimidad en este océano de angustia. Me quedo en la cama y me tapo hasta la cabeza. Ahuyento, aumentando mi reclusión y mi inaccesibilidad. Soy el artífice de mi propia celda: dentro de ella, aunque no la sienta, creo encontrar libertad.  

Esta tarde un amigo me mandó un libro, por sorpresa. Tuvo que hablar con Medevais, mi compañera, porque, de otra forma, nadie abriría la puerta. Cuando, después de atender el portero me dijo que era para mí, me molesté. “¿Cómo para mí, si no espero a nadie?”, me quejé al aire, mientras agarraba las llaves. Apoyé un ojo sobre la mirilla y vi un casco con un hombre debajo. Todavía estaba puesto sobre la totalidad de la cabeza del hombre y creí que podía ser una máscara; pensé en la posibilidad de que me golpeara la cara y el hombre, aprovechando la conmoción, me empujara hacia adentro para robar la casa. Miré a su alrededor y no vi a nadie. En la mano del hombre bajo el casco, había una bolsa negra de forma rectangular. Me tranquilicé cuando recordé que ya no tenía ninguna causa, ningún trabajo, ningún vínculo dependiente. Nadie debía reclamarme nada, porque yo nada debía. No entraba en otra categoría sino en la de acreedor de mi propia tranquilidad; una que ese sobre —y ese casco— venían a perturbar.

Abrí la puerta con desconfianza y el casco pidió mi documento, mientras el hombre miraba el teléfono que sostenía con la mano derecha y me entregaba el sobre con la izquierda. Vi la inscripción de Mercado Libre y palpé el rectángulo blando. Antes de responder, pregunté qué era. “Un libro”, dijo, mientras yo leía en el papel adherido a la bolsa la inscripción “es un regalo”. Evité contestar la obviedad y pensé en Medevais, pero esa no era su forma de sorprender. Al fin dije mi número de documento y el casco se fue.

En cuanto entré a casa le tiré alcohol diluido en agua al sobre, para asesinar al posible virus. En el patio luché con la bolsa mientras Medevais me filmaba con el celular. Le pregunté que había hecho, y me dijo que nada, que ella, nada. Pero me filmás, le dije. Y sí, algo tenés que ver si me filmás. Después de unos tirones bruscos, gané la batalla: dentro de otra bolsa —siempre tantas—, esta vez transparente, se veía un ejemplar de Ser escritor, de Abelardo Castillo. Una edición moderna y brillante. Mientras sonreía por saberme regalado sin remitente, un hechizo tan sorprendente —con perdón de la rima—, Medevais quiso que adivinase quién lo había enviado. El placer de mi incertidumbre superaba a mi inquietud por el conocimiento. Atiné un no sé, que devolvió con una pista: había sido un amigo que pensó en acompañar mis días de tristeza. Lo identifiqué inmediatamente. Al contrario de lo que pensaba, ese saber me alegró todavía más que la incertidumbre. Era un regalo significado, no significante. No había cumpleaños, deudas, ni ningún día que obligase a mentirse en forma de cosas. Sólo el deseo de estar más cerca, con la textura de las hojas nuevas, de las palabras terceras y los momentos que, sin sintonía, serían compartidos. Busqué a mi amigo en WhatsApp y le envié un sticker de Perón y Evita abrazándose, seguido de un audio todavía más cursi. Sonreí y, mientras pensaba en la dicotomía del timbre, decidí que seguiría sin atenderlo. Lo que tenga que venir, llegará sin anunciarse. O encontrará un modo efectivo de entrar en mi vida.