Semillas del odio

La movilización de ayer en la plaza de Mayo me dejó sin argumentos. Calificativos tuve: irresponsables, imbéciles, insensatos, egoístas. Pero también pensé en el derecho democrático de todas y todos a ser idiotas y, aun así, manifestarse en libertad. Fue una idea del filósofo Karl Popper la que me hizo repensar: defender la tolerancia implica repeler lo intolerante. Porque, aún en cuarentena, las manifestaciones que exigen comida, agua o atención básica, son necesarias. Pero las que reclaman el fin de la cuarentena con argumentos como “no a las vacunas”, “no al nuevo orden mundial”, o “juicio y castigo a los infectólogos”, no son lo mismo. Su trasfondo no es adquirir derechos, es vulnerar otros, ampliando sus privilegios y el campo de sus prejuicios.

Mientras veía las imágenes de la columna libertaria disputando fuentes y pseudoargumentos con una unipersonal columna neonazi-biondinista, no supe si reír o llorar. Lo que me tomó fue la angustia, el miedo y el desconcierto. Venía de leer una escalofriante nota del periodista Bruno Bimbi —exjefe de comunicación del diputado brasilero exiliado Jean Wyllys— que relata, en el periódico español Contexto, los orígenes del bolsonarismo. Las manifestaciones aisladas, el discurso del odio, la intolerancia como bandera identitaria. Al rato, el mismo Bimbi llamaba, a través de Twitter, a no subestimar estos movimientos y a prestar atención principalmente, a “los dirigentes con responsabilidad institucional que los fogonean pensando que les son útiles”.

Como decía Erich Fromm en El miedo a la libertad: “si queremos combatir el fascismo debemos entenderlo. El pensamiento que se deje engañar a sí mismo, guiándose por el deseo, no nos ayudará. Y recitar fórmulas optimistas resultará anticuado e inútil como lo es una danza india para provocar la lluvia”. Estas manifestaciones rayanas a un desopilante ingenio capusottiano, deben llamar nuestra atención. En Brasil y en España, respectivamente, tanto los seguidores de Bolsonaro como los de Abascal —y su formación filofascista, Vox— saludan con el brazo en alto emulando a los nazis. Las filas libertarias y neonazis vernáculas aún no han llegado hasta ahí, pero preludian un camino hacia el horror.

Entre los referentes de estos manifestantes se encuentra el excandidato a la presidencia, José Luis Espert. En los últimos días, su exjefe de campaña, Gonzalo Díaz Córdoba, reveló haber recibido financiamiento por parte del PRO. Este espacio es liderado por la exministra de Seguridad, Patricia Bullrich —de acuerdo a las encuestas, una de las ministras con mejor recepción popular en el período 2015-2019—, y el referente mediático de su fómula presidencial, que perdió las elecciones de 2019, Miguel Ángel Pichetto. Ambos enarbolaron este discurso del odio de minorías, disidencias e inmigrantes, y a favor de la tenencia de armas, la represión policial y, en definitiva, la defensa de los privilegios de clase que representan. Bullrich, Pichetto y Espert, son una expresión, aceptada en el establishment, del discurso del odio que manifestaron algunos pocos el veinticinco, en Plaza de Mayo. Un frente peligroso de cara a las elecciones legislativas de 2021 y las presidenciales de 2023.

Lo cierto es que la pandemia está arrebatando miles de vidas en todo el planeta. No hay receta contra ella. No hay vacuna para el COVID-19 y la única alternativa es guarecernos y dejar pasar el invierno. ¿Quién puede hacerlo sin costo? Nadie. ¿Qué consecuencias traerá que un tercio de la humanidad esté en cuarentena? Incontables. ¿Quiénes lo sufrirán menos? Los que cuenten con alguna reserva económica. ¿Quiénes más? Los de siempre: los y, principalmente, las más vulnerables; aquellas al frente de hogares, familias o barrios a través de comedores populares de asistencia inminente. ¿Qué pasa con ellas? En el peor de los casos, como el de Ramona Medina, gritan su denuncia hasta que su vida se extingue ante la ausencia de un Estado que no es capaz de garantizarle siquiera el derecho humano del acceso al agua. En otros, menos trágicos, dedican todo su día al cuidado del otro desde el lugar que les toca ocupar. Entonces, ¿qué tan aceptable se vuelve este discurso anticuarentena de los sectores acomodados que están aburridos mirando videos de sus referentes en YouTube, o incluso aquellos sufriendo penurias económicas que pueden sobrellevar con algún ahorro, ante esta verdadera crisis humanitaria? Y, aun así, el Estado debe darles respuesta también a ellos. Sí, debe morigerar sus pérdidas y acompañar la reactivación económica, cuando sea posible. Hoy, no. Hoy, los casos se quintuplican tanto en la ciudad como en la provincia de Buenos Aires. Hoy los podemos entender, pero no son —no somos— prioritarios. Necesitamos salvar vidas y darle algo al que no tiene nada, aún si eso implica que algunos perdamos un poco.

¿Qué sería más razonable? Que las del medio no paguen el pato, claro; siempre y cuando no lo paguen las de abajo y, menos, las de afuera. Porque las excluidas son millones y son producto de un sistema que las condenó a sobrevivir a su suerte, mientras otros se enriquecían y ampliaban sus casas en Nordelta o en el exterior. Algunas se organizaron en cooperativas. Otras sostienen a la familia, o al barrio, mientras el tipo sale a conseguir el plato de comida para la noche. Entonces, nuestro aburrimiento confortable pasa a un plano ridículo. El cuentapropista que está limitado, necesita asistencia del Estado. Y esa asistencia —esa política del cuidado a escala estatal— se tiene que llevar a cabo con los recursos de los que amasan millones. Como mínimo, de un impuesto a las grandes fortunas, de alícuotas progresivas para los que más tienen. Pero no, acá los que dicen marchar por la libertad vuelven a estar en desacuerdo. Acá pregonan el derecho individual y meritocrático de que “con la mía no se metan”, ni tampoco con la de aquellos que, quizás, sus referentes ideológicos —Bullrich, Pichetto, Espert—, de algún modo comulgan.

Entonces: ¿para quién marchan los que, doscientos diez años después de la revolución que buscaba desbancar un virreinato opresor, ocuparon la plaza con los emblemas más delirantes? Marchan para defender privilegios de clase. Se movilizan para defender a los dueños de la Argentina. A esos que, incluso los “patriotas” que se levantaron contra una España diezmada por Napoleón, que seis años después declararían la independencia, privilegiaron por sobre las minorías. Porque aún los patriotas aniquilaron a los pueblos originarios dentro del territorio de las Provincias Unidas, y luego, a mapuches y tehuelches en la consolidación de la Argentina; aún los «patriotas» repartieron tierras a las familias patricias a cambio de su apoyo en las campañas genocidas hacia la Patagonia. Y así constituimos una sociedad de marginados, de oprimidos, de desiguales que siglos después, seguimos replicando.

No es sencillo ver en presente los puntos que consolidarán la historia. Esta pandemia, y el curso que tomen los acontecimientos, sin duda moldearán el siglo XXI. Manifestaciones intolerantes y antiderechos —en este caso, el derecho a la vida y a la salud pública—, no pueden ser toleradas. La vida de miles de personas, habitantes del suelo argentino, está en peligro. La ideología del odio y el sálvese quien pueda —que es igual a decir “no toquen nuestros privilegios”— debe ser combatida por ideas igualmente fuertes de solidaridad y apoyo comunitario. Ramona Medina es emblema de esta dialéctica del cuidado y la solidaridad. No dejemos que su vida haya sido arrancada en vano. Reivindiquemos sus banderas contra la distopía que augura el paradigma del odio de clase, género y raza que se manifestó el veinticinco de mayo de dos mil veinte, en una asaltada e incrédula Plaza de Mayo.