La pandemia del nuevo coronavirus encerró a un tercio de la población mundial. La cuarentena se impuso como frontera y escudo ante la omnipresencia del virus. Esto trajo un apagón industrial inédito que hizo caer las bolsas de todo el mundo, llevó el precio del petróleo a valores negativos por primera vez en la historia y que empujará a la pobreza a más de quinientos millones de personas, según las Naciones Unidas. Así y todo, en un cuatrimestre se infectaron tres millones de personas y murieron más de doscientas mil. Nuestra única defensa posible, aunque ineficiente, es encerrarnos y rezar para que no nos toque.
Conversando con una amiga que vive en Madrid, noté que hay algunos estados en los que este ensayo general puede brindar cierto regocijo. Por supuesto que hablamos desde el privilegio de atravesar una cuarentena cómoda, en un hogar espacioso, con necesidades básicas cubiertas y demás, pero, por un instante, dejaré la corrección política a un lado. Mi amiga está haciendo su cuarentena con una persona con cáncer. Desde que conoció la malignidad de su tumor y sus posibles metástasis, esta persona vive en un estado de miedo e incertidumbre permanente. Lucha todos los días para encontrar un motivo para esperanzarse, pero usualmente vence el desconsuelo; no deja de pensar en la mutación que crece dentro suyo, dejándola sin opción a la autodefensa. Hoy, su miedo y su parón vital, fueron socializados por el estado pandémico y las medidas para combatirlo. De algún modo, el coronavirus socializó su tragedia personal. En el miedo globalizado, el suyo pasa a ser norma y no excepción. Se funde y descansa en el caos planetario.
Puede que pase algo similar en algunos estados postraumáticos o depresivos. Cuando todo iba “bien”, las bombas caían sólo sobre nuestras cabezas. Veíamos un mundo en ruinas, y nadie más parecía notarlo. Estábamos solos en una gran guerra que nadie peleaba y en la que, paradójicamente, todos perdían. Ahora, la noción de la muerte inminente puso luz sobre lo que, intencional o inconscientemente, se marginaba. Veo algo similar en el miedo de los solteros a volver al sexo. ¿Cómo se encuentran con alguien que puede ser portador asintomático? ¿Cómo entregarse tan plenamente, sin reservas ni mascarillas, a una persona que puede llevar la muerte adentro? ¿Y si los que la llevamos somos nosotros? Todo es amenaza. No hay paz ni remedio.
Insisto en que algo de este estado nos permite descansar. Ya no hay exigencias sociales, no hay cerveza obligada, ni visita de cortesía. No hay esnobismo teatral ni populismo futbolero —tampoco a la inversa—. Sólo nos queda el miedo, y la certeza de nuestra propia vulnerabilidad. Ahora que es un sentimiento globalizado, hay una especie de empoderamiento en los que más lo conocemos; nos sentimos experimentados. Podemos disfrutar de la soledad con un libro, con una serie o como nos plazca. Sabemos que la muerte puede entrar por una ventana, sin avisar y sin haber sido invitada; pero siempre supimos. Nos reconocemos también como indeseados portadores posibles. Desconfiamos de nosotros mismos. Volvemos a hacerlo, una vez más. Pero ahora, mientras nos quedemos en casa, no habrá juicio ni mirada ajena. La caverna es cuidado. Sus sombras, amigas.