Las redes también están infectadas. Los virus que circulan ahí son más dañinos que el COVID-19, con su tasa de letalidad por debajo del cuatro por ciento. Incluso el nivel de contagio es mucho mayor. No hay estadísticas, pero tampoco dudas. Infectan a través de la identificación, del deseo de pertenecer y luego, una vez atrapado, de la exclusión. Son redes de pesca, no de comunicación. Cada una tiene su dinámica. La red construida por el pájaro celeste es, quizás, en la que se ve más claro a los organismos virósicos adentrándose para destruirla. Los hashtags, ahí, son de tendencia política y siempre polarizante y maniquea. Está en juego el desprestigio, sin argumentación. Se juega a ver quién grita más fuerte, quién dice más veces, quién cosecha más impactos. Además, como siempre, sus integrantes deben hablar de los temas de moda. Como en el viejo café de la esquina, pero ahora, todo el día. Y con un dos intrusos permanentes en la mesa; uno que dice #AlbertoGraciasTotales, otro #EstoConMacriNoPasaba. Y uno, que tal vez quiere tomarse un cortado y abrir el viejo Clarín, lapicera en mano —como hacía mi abuelo Julio, para intervenirlo e imponerle, a trazos de Parker verde, su propia línea editorial—, no encuentra paz. Debe participar. Si no lo hace, los mozos no lo miran, los amigos del barrio que están en la mesa de fondo, y lo ven, se hacen los otarios. Y uno allí, sufriendo el destierro permanente de no pertenecer. Y, sin embargo, la tragedia es manejable.
La experiencia en Instagram es absolutamente más virósica. Allí se moldean los cuerpos, los hábitos, la cotidianeidad de lo que comemos, oímos, y cómo nos vemos. Las mujeres son confrontadas con la normatividad de los cuerpos desables, y miles de recetas para poner a su disposición la posibilidad de alcanzarlos. Si no lo hacen, es culpa suya. De su falta de voluntad. De su inconstancia. De su desdén. Y merecen el castigo que la sociedad imponga. Los hombres también se confrontan con lo esperable, pero no hay comparación posible con la exigencia sobre el cuerpo y la alimentación femenina. Al hombre se le exige, más bien, actitud. Superación personal, meritocrática, de deportista jovial yl entusiasta de siete a eme. También, claro, todos comentamos sobre la misma serie, el mismo culo o la misma rutina de ejercicios. Vemos el mismo show en vivo. Nos sentimos parte. Y estamos atrapados. Aunque, claro, siempre hay espacio para la resistencia. Pero queda marginado, una vez más, a eso: a resistir. Aguantar y contraproponer en espacios tan rotos como el mundo real, fuera de la pantalla.
Porque las redes no son, por sí mismas, espacios malignos. Son reflejos. Espejos de un afuera miserable, con poco que rescatar para hacerse uno la vida más amena y querible. El problema, en las redes, es que al lado de nuestro nombre tenemos un contador. Un indicador de la cuantía de afecto que recibimos. Del que somos merecedores. Del que valemos. Un ábaco del afecto y el reconocimiento cuantificado. Números que, para ser dignos de atención, deben oscilar los seis dígitos. Una familia queda reducida a un magro dos, o tres —quizás más, si se tienen varios hermanos—. Sumale una pareja, si la tenés: ¿llegás a diez? Agregá a esos amigos que hacen que la vida sea soportable y, por momentos, hermosa. ¿Llegás a quince? Sos demasiado afortunado. Pero aún así, quince personas que nos ayudan a levantarnos en cada tropiezo. Que acompañan silentes, pero pacientes, cada qunquenio de depresión —cada cinco años de silencio, como decía Walsh—. Pero para esas redes, son esos tristes dos dígitos que no llegan a la segunda decena.
Y a veces la familia oprime más que esas redes, dirá alguien. Y tendrá razón. Pero quienes tiren la soga para liberarte no serán, otra vez, grandes cifras. Serán personas reales, con historias detrás y empatía delante, con tiempo para escucharte y entenderte, sin exigirte ver la serie de moda en Netflix, o comer lo mismo que Jimena Barón. Te valorarán por tu particularidad. Te pedirán que no mires un número y que no sigas el tema de coyuntura. Que en cuarentena está bien deprimirse, que antes y después de la cuarentena, también. Y que no pasa nada. Que eso también pasará. Te ayudarán a encontrar ayuda. Te acompañarán las noches difíciles. Exagerarán carcajadas cuando se te escape una sonrisa. Te abrazarán largo y sostenido. Y te querrán. Porque lo valés. Sin decir lo que creés que esperan que digas. Sin hacer lo que creés que esperan que hagas. Siendo. Errando. Sufriendo. Viviendo.