La noche del lunes me sorprendió un sonido metálico que venía desde algunos balcones cercanos a mi casa. Primero pensé que eran enfervorecidos defensores de la salud pública a los que ya no les alcanzaba con aplaudir a las nueve. Pensé que, media hora más tarde, incrementaban su sonoridad en señal de apoyo al trabajo de los profesionales de la salud que están en la primera línea de protección de los argentinos. Como soy desconfiado por naturaleza, entré a Twitter a ver qué pasaba, porque no lo había hecho en todo el día. Así me enteré que un grupo de trolls había aprovechado el hashtag #ruidazo —que impulsó el feminismo para visibilizar los femicidios—, con el objetivo de distorsionarlo y difundir otra iniciativa: un cacerolazo contra el gobierno.
En realidad, algunos de estos seres maquinales, de estos robots digitados desde alguna oficina bien montada, impulsaban un reclamo más razonable, y exigían que los políticos se bajen el sueldo para colaborar con la crisis del coronavirus. Caso contrario, decían, estarían haciendo “solidaridad con la plata del pueblo y no con la de ellos”. Los partidos de izquierda hace años plantean que un político tiene que ganar lo mismo que un maestro. Consideraciones aparte, es un reclamo lícito y razonable desde una perspectiva de justicia social. Ahora bien, este argumento promovido desde el sector político que dejó a la mitad de los niños argentinos bajo la línea de la pobreza, utilizado como carnada para la clase media de modo tal de generar una manifestación contra el gobierno en un contexto tan delicado, en el que sólo un Estado fuerte, decidido, razonable y empático puede sacarnos adelante, me parece una canallada. Una forma de hacer política miserable y peligrosa.
Si bajar el gasto político fuese el objetivo real, de todas maneras, sería marginal. Un informe de Alejandro Bercovich en su programa Brotes Verdes demostró que sólo cobrando un impuesto excepcional del 3% a las diez familias más ricas de la Argentina —que tienen un patrimonio superior a los mil millones de dólares—, se recaudaría ciento cuarenta y tres veces más que con la pretendida reducción de la dieta política. Ciento cuarenta y tres veces más, repito. Y este impuesto no lo inventó Bercovich. Lo propuso Elizabeth Warren, precandidata demócrata a la presidencia de los Estados Unidos. Y lo respaldó Branko Milanović, uno de los mayores especialistas en distribución del ingreso y desigualdad global. Pero no, el objetivo no es recaudar dinero para evitar más muertes. El objetivo es otro: movilizar una revancha simbólica contra quien, el domingo, llamó miserable a uno de esos milmillonarios que buscaba despedir a 1450 personas en plena crisis.
Todavía indignado por el sorprendente e inoportuno sonido del teflón y el acero inoxidable, ayer difundí un informe de la Confederación Sindical Internacional que destaca la respuesta del gobierno argentino ante el COVID-19 como una de las mejores del mundo en materia de protección de la vida, el trabajo y los ingresos de su población. La entidad analizó 69 casos, de acuerdo a cinco variables: licencia paga por enfermedad, apoyo salarial, apoyo con ingresos adicionales, alivio en alquileres o hipotecas, y salud pública gratis. De los doce ejemplos destacados en el informe, Argentina es uno de los seis que tiene todas las casillas tildadas en verde. Y es el único país en desarrollo.
Lo difundí en mi cuenta de Twitter, que siguen unas modestas, pero no ínfimas, tres mil cuatrocientas personas. Como esperaba, no hubo más repercusiones que algunos corazones de aprobación, o algún que otro frecuente retuit. Unos minutos después, llegó el de una reconocida periodista. Inmediatamente, mis notificaciones se llenaron de odio. Cuentas sin imagen me insultaban o cuestionaban el informe sin ninguna fundamentación; otras —con usuarios compuestos por seis o siete números— repetían el neologismo kukas y hacían referencia burlona a una antigua frase de la vicepresidenta Fernández sobre que Argentina tenía menos pobres que Alemania. Alguno más, retuiteador serial de Espert, Milei o Boggiano, se preguntaba al respecto de unos supuestos sobres que yo debía recibir por tuitear cosas así.
El odio no era contra mí, era contra la realidad. Una realidad que desarticula el pensamiento automático porque le pone matices y datos. Y en realidad, tampoco era odio. Eran algoritmos, clicks planificados y comunicación política, desarrollada para atacar todo aquello que no se enmarcase en su cosmovisión del mundo, y para generar, ahora sí, una sensación de rechazo, maniqueísmo y odio en los seres humanos que habitan esa red social y que, por inocencia o por ignorancia, los acompañan en su cruzada. Y luego, seguramente, los votan. Aunque también me di cuenta de otra cosa. ¿De dónde salía este alimento a la furia de la clase media? ¿Dónde habitaba este suplemento nutricional de la grieta? ¿Este alimento procesado y preparado científicamente para dar forma a los animales, y a las reacciones, que quieren crear? Venían de la cuenta de Ángela Lerena, que me había retuiteado. Una periodista que cubre y sabe de fútbol, y que expresa, sin eufemismos, sus ideales. Que, además, claro, es mujer. Y por todo eso, también, están al acecho. Va en contra de los privilegios patriarcales y clasistas de los titiriteros del circo troll.
Ahí terminé de entender. Aún no había visto que la exministra de Seguridad y actual presidenta del Pro, Patricia Bullrich, celebró los cacerolazos. Tampoco que los promovió el riñón comunicacional de Juntos por el Cambio, desde los espacios Impulsar y Mejorar, vinculados al exsecretario de medios de De La Rúa, Darío Lopérfido. El problema (comunicacional, digo, porque estructural sí lo es) no es el uno por ciento al que representa, verdaderamente, esa identidad política que orquestó todo; el problema es el cuarenta por ciento que los acompaña ciegamente desde su departamento alquilado, desde su indispensable trabajo mal remunerado, o desde un tren abarrotado. Porque una gran mayoría debe acompañar con buena fe a esta cohorte partidaria que defiende todos los privilegios imaginables. Pero en el fondo, no están de acuerdo; no pueden estarlo, porque les dieron la invitación a la fiesta, pero los dejaron en la calle. Y a ellos hay que hablarles. A ellos hay que mostrarles, amablemente y no con hastío o pedantería, la información necesaria. Contarles las historias que hacen falta. Tomar con humildad parte de sus preocupaciones. Porque están siendo rehenes de un círculo que nos puede hacer mucho daño, a todas y a todos.
Ernest Hemingway tituló uno de sus libros Por quién doblan las campanas. Si bien la historia trata sobre la guerra civil española, que el autor vivió como corresponsal, es una referencia a un texto del poeta inglés John Donne que dice, en una mala traducción, lo siguiente:
“Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva un terrón, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa señorial de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy involucrado en la humanidad; por eso, nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti”.
Las campanas por nuestros muertos, sean por la pandemia, o por la exclusión y el hambre que traerá la crisis económica posterior a la enfermedad, esas campanas sonarán por todos. Las cacerolas del lunes, las de ayer, y también las del domingo que viene, suenan sólo por ellos.