Haber llegado a La Renga a los diez años, me acercó pronto a la figura del Che Guevara; en ese entonces, todavía desdibujado, ilusorio, bandera. Me entusiasmaban los riffs de Chizzo y las letras sobre un continente al que el progreso le había traído poco más que pobreza y dolor; más me atraía que el stencil del soñador revolucionario lo acompañara como símbolo de liberación. En un arrebato consumista, le conté a mamá que me quería comprar una remera del Che. ¿Para qué?, me dijo. ¿Sabés quién es; qué hizo? Y así de fácil, me desarticuló. Leé, me dijo, aprendé quién fue ese hombre y, una vez que lo conozcas, si seguís queriendo su remera, la compramos.
Eran tiempos de Encarta 98, o al menos la versión que teníamos en una computadora de reciente superación al sistema DOS. Windows era milagro, e internet, aún no era siquiera esa serie de sonidos metálicos inconexos que dejaban sin teléfono a la familia durante la hora que me tocaba; eso llegaría unos años después. En la antigua enciclopedia de Microsoft empecé a leer sobre el chico asmático devenido en rugbier, con dudosa partida de nacimiento, que vivió en Rosario, en Alta Gracia, en Buenos Aires, y empezó a ser ciudadano de todas partes; él, que fue médico, soldado, comandante, ministro y presidente de un banco central. Una persona que, iniciando la década del cincuenta, salió de viaje con su moto Poderosa y su amigo Alberto, a conocer la sangre excluida y bordó sobre la tierra ocre de América Latina. Leí sobre el muchacho que dejó todo atrás para configurar un mañana. Que atendió humanamente en un leprosario, que leyó con fervor y escribió versos precisos aún en pleno combate, que fusiló al disidente con menos piedad que doctrina militar. Ernestito, el Fuser, el Che, que buscó, creyó, se involucró, lideró, combatió y venció. Aún vencedor, continuó la búsqueda de nuevos campos de batalla por la liberación de hombre, en África o en América. Su estrategia, quizás necesaria para la época, es impensada en el siglo presente, y muchas de sus doctrinas son hoy repudiables. Así y todo, la figura del hombre, su convicción y entrega, su consecuencia y espíritu libertador, atrajeron siempre una admiración furibunda.
Sonaría a moraleja decir que la remera nunca fue comprada, pero la verdad es que tenía doce o trece años; la rebeldía era más adolescente que sistémica. Me la compré porque me habían dicho que no; sin embargo, no la usé más de una vez, en recorrida estudiantil a la Reserva Ecológica. Luego me acompañó envolviendo pedales de la guitarra en los tiempos de Final del Juego, la banda de juventud. Le agradecí a mamá, por haberme invitado a conocer y aprender que con el consumo mercantilista de la figura del Che no se alimentaba más que el sistema contra el que él había luchado, y empecé a intentar consumir y crear arte y cultura, más que mercancía.
Durante la secundaria, muchos fueron los trabajos en los que aproveché el estudio de la figura de Guevara para hacer más fáciles los desarrollos. Era un bagaje que no se detenía, pasando por libros y libros sobre la revolución cubana y las rutas latinoamericanas. No lo hacía sólo en historia o en geografía, sino también en computación y en arte; no recuerdo, en realidad, el nombre de esa materia, sólo la cartulina pintada con puntillismo emulando la foto que Korda le tomó en el homenaje a las víctimas del sabotaje al buque La Coubre). Inspiró más cosas que algunos trabajos estudiantiles, sí, pero eso es parte de otra historia. Crear inspirado en su vida, en lugar de consumir su figura. Ese fue el mayor aprendizaje.
Cada 9 de octubre, durante más o menos una década, escribí algo sobre él.
Hace tiempo que no lo hacía. Vaya este fragmento como recuerdo y saludo.