
No suelo compartir las fotos de gente desaparecida. No sé por qué. Son muchos los que desaparecen. Alguien siempre falta y, si no es relativo a algún conocido, no lo comparto. Sé que es una actitud poco solidaria, me hago cargo. Ahora bien, cuando pasan días y la persona sigue sin aparecer, cuando el Estado es responsable de la abducción, cuando los medios no sólo callan sino que moldean a la opinión pública en contra de la causa por la que el desaparecido luchaba y, encima, defienden a los desaparecedores, ahí cruzan el límite de mi tolerancia. Hubiese querido no escribir nada sobre Santiago Maldonado. Hubiese preferido no tener que pedir por su aparición, ni tener que denunciar al Estado cómplice, tan cómplice como lo fue de la desaparición, tortura y asesinato de Luciano Arruga; ese que no llegó ni a ser un pibe pobre preso, como diría el ministro de Educación, porque la policía lo torturó y desapareció antes de que eso ocurra. El tratamiento del conflicto con las comunidades originarias de la zona cordillerana es nefasto. Son pueblos preexistentes que soportan la colonización de dos Estados. Estarán cansados de pelear, pero no bajan los brazos. Y cuando reciben apoyo y visibilización, alguien es tragado por la tierra y ellos denostados, calificados de terroristas. Que aparezca Santiago Maldonado es imperioso. Y una vez vivo y presente, debemos considerar el conflicto indígena con seriedad, porque el verdadero delincuente aquí es el Estado que les roba sus tierras, viola a sus mujeres y asesina a sus líderes desde hace cientos de años. Pongámosle fin de una vez a la campaña del desierto. Por Santiago y por la comunidad de Pu Lof: nunca más.